Don Gregorio llegaba, religiosamente, el primer y cuarto sábado del mes a la emergencia del hospital, bien bolo y exigiendo a gritos que alguien le sacara el diablo que llevaba dentro. En cuanto oíamos el rechinido de las llantas de su carro, llamábamos inmediatamente a la Dra Solares, que era la del turno de los fines de semana, y, por eso, la que siempre lo atendía. Ella llegaba, lo tomaba del brazo y se encerraba con él en uno de los mejores cuartos privados del hospital, que, curiosamente, estaba siempre libre esos días. Nadie sabía exactamente qué le hacía pero, después de media hora, Don Gregorio salía tranquilito, sobrio y con una sonrisa de oreja a oreja.
Todos nos moríamos por saber qué pasaba en ese cuarto, pero como Don Gregorio era el dueño del hospital, nadie se atrevía a hablar en voz alta sobre aquellos sucesos. Ni siquiera el contador que todos los meses se encontraba con recibos por medicinas extrañas para un tratamiento llamado “exorcismo terapéutico”, o las señoras de la limpieza que debían quitabar, con gran esfuerzo, las manchas verduscas que quedaban en el piso y las paredes del cuarto cuando la doctora y el dueño salían.
Habían muchas teorías. La más popular era que el diablo que doctora le sacaba a Don Gregorio, era el que él tenía entre las piernas, y que, para ocultar lo acontecido, sea lo que fuere, y darle dramatismo a la situación, se ponían a tirar, por todo el cuarto, una tinta verde que ella llevaba en su maletín, haciéndonos creer que era una medicina exótica traída exclusivamente de Roma. Solo uno de los compañeros, un “nuevo cristiano” llamado Jael, creía que se trataba de un demonio, uno de esos que salen en las películas, que se apoderan del cuerpo de sus víctimas y los hacen hablar en una especie de caló satánico. – Yo digo el tratamiento de la doctora consiste en rociarlo con agua bendita – nos decía muy seguro – y eso es lo que después se vuelve materia verde cuando entra en contacto con la saliva del maligno. Pero eso del agua bendita - continuaba Jael - es puro paliativo, porque al fin y al cabo, eso también viene de Lucifer, disfrazado de cura católico -. A mí, en lo personal, que me encanta la sciencia ficción y lo fantástico, me gustaba más la versión de Jael.
Como si nada pasó un año, y nos fuimos acostumbrando a eso que la mayoría terminamos por aceptar como excentricidades de nuestro jefe. Llegó a ser algo tan normal como atender a accidentados por consumo de licor los fines de semana o a los golpeados después de un clásico de fútbol.
Todos aparte de Jael, que un día nos llegó con la noticia que nuestro jefe estaba curado. Dijo que lo había llevado a su iglesia y que el pastor le había hecho “imposición de manos” o “reiki” o algo así, no me acuerdo bien, que había aceptado a Cristo en su corazón, y que ya veríamos que el diablo nunca más se iba a atrever a molestarlo. Nadie le creyó, pero resultó que, efectivamente, pasaba el tiempo y el jefe no volvía a “enfermarse”. Se le veía muy contento, hablando con todos, menos con la Dra Solares a quien se notaba que solo saludaba por educación.
Un sábado de agosto, tres meses después de la “cura”, oímos otra vez el rechinido de las llantas. Esta vez sí nos asustamos, por una parte porque ya no esperábamos una recaída, y por otra, porque a Don Gregorio no se le veía bolo sino que tenía el rostro rojo, los labios morados, le temblaba todo el cuerpo y sus ojos parecía que hubieran agarrado fuego. – Llamen a la Dra Solares – gritó con una voz ronca, imponente, como jamás lo habíamos escuchado. Llamamos a la doctora, que al principio se negaba a ir a atenderlo y luego llegó de mala gana, pero que se asustó mucho al ver el estado de su paciente. Cuando el jefe la vio llegar, se acercó a ella, la abrazó y le rogó – libéreme -. Luego cambió, la agarró del brazo y se la llevó violentamente, como poseído, al cuarto de siempre. Mientras las enfermeras y yo estábamos pensando qué hacer, llegó Jael. – Ya vio que esa su “cura” no funciona – le dije reclamándole, - ahora está hasta peor. – No, esto es solo una prueba – refutó Jael en voz baja - voy a entrar –. Tratamos de convencerlo que no lo hiciera, que podía ser peligroso. Pero él estaba seguro de lo que hacía, tomó bajo el brazo la Biblia que había en la sala de espera y empezó a repetir algo que nos imaginamos sería un salmo. Abrió un poco la puerta. La volvió a cerrar visiblemente asustado. Nos dijo con la voz temblando y señalando hacia adentro – allí está el diablo –. Tomó valor de nuevo y entró. Por unos minutos se oyeron gritos y después nada. Al rato salieron Don Gregorio y la doctora, con la ropa maltrecha, y pálidos, como en trance. Les preguntamos qué había pasado, pero no contestaron. Fue la última vez que los vimos. Se fueron en el carro mientras nosotros tomábamos fuerza para entrar todos al cuarto. Encontramos a Jael, en el piso. No respiraba. Debimos haberle brindado primeros auxilios, pero no pudimos. Nos quedamos inmovilizados por los ojos de un demonio que nos miraba, lujurioso, desde una gran mancha verde en la pared.
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