El corto
pero ajetreado viaje sabatino, de la capital hasta Chuarrancho, era para Jorge
siempre un peregrinaje lleno de ansias y tristes certidumbres. – No me ponga a
rezar el rosario, Padre - le decía cada semana a su confesor – que ya es
suficiente penitencia tomar fuerzas para venir hasta aquí y verlo –. Llegaba
puntual para mostrarle su desgracia. Para que supiera que no había resignación.
Juan tendría una voluntad de hierro, pensaba. Pero él no, él era débil. Él no
podía olvidar.
El Padre
Juan, como se había acostumbrado a llamarlo, no le decía nada. Las palabras se
aferraban a las paredes de su garganta y se negaban a salir. Y, de todas
maneras, ¿qué le iban a decir? ¿Que él también lo extrañaba? ¿Que después de
meses de abstinencia autodecretada, aún lo deseaba con un fuego tan intenso que
lo inducía a pecar de pensamiento, obra y omisión? ¿Que, contrario a sus
obligaciones, cada sábado, después de la confesión, se iba al baño a
masturbarse, con el rostro empapado de nostalgia, y una rabia salvaje en la
mano y en la mente, que hacía aún más dolorosa su ausencia? ¿Que hubiera
querido implorarle a él que no volviera más, que lo dejara en paz... pero que
mejor no, que no se fuera, que volviera, siempre, siempre?
¿Qué
sabía Jorge de penitencia, de pecado, de culpa? Lo único que podía hacer, sin
que se le quebrara la voz, era repetir las fórmulas que había memorizado al
principio del seminario, cuando aún no dudaba que este fuera su camino y su
vocación, cuando aún no había conocido el amor envuelto en una deliciosa piel
con nombre de santo.
– Dos
aves marías y tres padres nuestros, hijo, y que Dios te acompañe – le volvió a
decir este sábado. Pero esta vez no pudo más, hizo una pausa, respiró profundo
y agregó - te quiero, esperame al medio día frente a la sacristía, me voy con
vos.
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