jueves, 1 de marzo de 2012

Ana







“Si dejara de ser sonámbulo
Me extrañaría Ana”
Eliseo Subiela


Era de noche, hacía frio y Ana estaba allí para salvarme. Yo sabía que dormía, más aún, que alucinaba. Pero era un sueño tranquilo, suave, de esos que te hacen cerrar fuerte los ojos para que no se abran con el día y así le de tiempo a tu mente a que los guarde, con los guantes puestos, en el cajón de los recuerdos. Quedaba todavía mucha noche y mucha fiebre. Las alas de Ana estaban dispuestas al vuelo, tan dispuestas como su cuerpo que aterrizaría pronto de su propio sueño, pero que ahora se asía al mío para evitar caer en las profundidades de la nada. Daba saltitos, de repente, cada vez que la madrugada rozaba sus antenas, pero - lo repitió varias veces – había venido a salvarme. De eso estaba segura. Levantamos el vuelo con sus alas y bailamos en el aire al ritmo del jazz que impregnaba el viento - lo cual era inverosimil, porque siempre he sostenido que el jazz no es para bailarse, por lo menos no así, agarrados, pegados, cheek to cheek, pero ¿hay otra forma de bailar volando? -. “Let's do it” nos elevaba mientras íbamos dejando abajo a un grupo de personas vestidas de negro, presididas por mi madre, que rezaban por sus muertos y por sus vivos – mi madre estaba entre los muertos, pero yo aún no lo sabía - unos rezos extraños que más que palabras eran murmullos y en conjunto sonaban un poco como a música de programas infantiles ta-tára ta-ta-ta-ta ta-tára ta-ta-tá. Alguien mencionó en voz alta el nombre de Gonzo, que era como me llamaba Ana cuando éramos niños. Ana, vió que me sentía aludido y sentenció: "Yo no sueño con idiotas inmaduros." Entonces me dejó caer.

Desperté.

Aún antes que las sombras se volvieran gente, intuí que Ana estaba en el cuarto. Había llegado a verme al hospital. Entre la niebla que presidió a la conciencia, distiguí su silueta seductora. Las alas abiertas eran señal inequívoca de que, por fin, me había perdonado. 






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