viernes, 27 de mayo de 2011
El dios del hígado
A Joxean no le gustaba el hígado. Es más, lo odiaba. Su madre, obviando sus gestos de desprecio, lo obligaba a comérselo todo. Joxean intentaba digerir viendo el hígado enfrente y sintiendo otro por explotarle de rabia en su interior, y escuchando a su madre incitándolo a: que pensara en los niños de Àfrica que no tienen qué comer, y que diera gracias a dios que él si tenía suficiente. A Joxean no le molestaba pensar en Àfrica. Ni en sus niños. Era un continente lejano, y por lo tanto interesante. Alguna vez iría, y jugaría con ellos. Le ilusionaba pensar que esos niños, en los que tenía que pensar, le contarían de otros dioses, dioses de la caza o dioses de la selva o del desierto o de los ríos. Dioses a los que no les gustara el hambre. Uno cualquiera por el que cambiar ese dios del hígado, el de los privilegios racistas, el de la culpa y del castigo. Ese dios que alardeando injusticia había hecho que Joxean odiara tanto el hígado.
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