Una putita triste tralalá, dos putitas tristes tralalá
- cantaba alegre la niña mientras saltaba sobre un avioncito dibujado en la
banqueta de la casa celeste, cuya puerta negra con marco blanco marcaba la
mitad exacta de la calle, entre esquina y esquina. Tan celeste como Sophie y su
familia la habían dejado muchos años atrás. La visitante se acercó con cuidado
a la niña, para no asustarla, y le preguntó si sabía quiénes eran los nuevos
dueños. Los nuevos nuevos, no sé, respondió amable la niña, pero antes había
mucha gente. Luego bajó la voz y agregó como en secreto: dicen que allí desnudaban a las niñas de su dignidá y después
las hacían película. Cerciorándose de que nadie más que yo la había escuchado,
retomó su tono de voz normal y sentenció: cuando sea grande voy a ser actriz de devedé. Sonrió y siguió cantando y saltando como si nada. Sus rizos y su falda brincaban
a destiempo con su cuerpo, como si cada uno quisieran bailar por su cuenta.
Sophie volvió a sentir esa terrible urgencia de escapar de esta realidad que permite
a las peores cosas reproducirse al infinito. Cerró los ojos y respiró profundo.
Siguiendo el consejo del sicólogo, acarició sobre las mangas las cicatrices en sus muñecas. Efectivamente se tranquilizó. Cuando abrió los ojos, vio que la niña
la miraba extrañada. Gracias, le dijo, y caminó de vuelta a la estación. Sin
embargo no fue sino hasta que el bus llegaba casi a la ciudad, que se sintió a
salvo. Su apartamento. Su cama. Su almohada. Estaba cansada, pero por si acaso
se tomó un tranquilizante. La pastilla surtió efecto, y le permitió conciliar
el sueño tan rápido, que no le dio tiempo de pensar en nada más. Pero el sueño
fue demasiado profundo, y demasiado largo, principalmente la parte en que vio
de nuevo el rostro de su tío que cantaba alegre y lujurioso "una putita
triste tralalá, dos putitas tristes tralalá".
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