Tenía el porte, la ropa y el gorrito de Capulina. Intenté
ignorarlo cuando entró al metro, pero caminó con tanta decisión hacia el lugar
donde yo estaba, que me puse muy nerviosa. Nunca sé muy bien cómo actuar ante la
gente loca. Se sentó frente a mí. - El mundo es un circo, muchacha – me dijo en
tono serio. - Ya nos gobernaron los
enanos, los payasos y los trapecistas. ¿A usted le gusta el circo? - Masomenos
- le respondí sin mirarlo. Saqué un libro de mi bolsa; un gesto muy usual en
estos lugares para hacer entender que uno no tiene el menor interés de
intercambiar ideas o miradas con el resto de los pasajeros. Pero él continuó
como si nada – Al pueblo le gusta el circo. Es así. Ahora están todos pidiendo
que saquen a los leones. Pero lo que no se dan cuenta es que todos están amaestrados. Hasta las bestias". Me quedé pensando que lo
que decía tenía sentido. Pensé en Europa y en Guatemala y en el mundo entero.
Había una metáfora clara, un análisis político en todo eso. De repente estalló
en una gran carcajada, me señaló ostentosamente y dijo en voz alta - Miren a
esta niña, se cree todo lo que le dicen JAJAJAJA - luego, moviendo la cabeza de
forma infantil, agregó - Los payasos no existen, nooooo, son de plástico y los manejan
desde arriba con hilos invisibles.- Dicho esto se levantó y salió del metro,
carcajéandose. Sentí que mis mejillas hervían. Hice un recorrido visual por el
metro, pero ya nadie me miraba. Todos habían sacado un libro de sus bolsos y
fingían estar muy concentrados en sus lecturas. El tipo raro desapareció por una escalera
eléctrica. Las puertas del metro se cerraron, y me quedé pensando en lo mucho
que me gustaba Capulina cuando era niña y que ya hace muchos años que dejé de
entender por qué.
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