Aquello nunca fue luna.
Aquello nunca fue miel. La miel estaba en la boca del otro, en el sabor del
otro, en las manos del otro.
No en Juan. A Juan lo quiso alguna vez. Lo quiso porque había que quererlo. Porque lo decían todos, porque lo decía la Biblia, porque lo decía el pastor. Y el pastor había dicho que Juan era bueno para ella. Que Juan era bueno. Punto. No importaba que la luna de miel no le supiera a nada. Que su piel no brillara bajo su mirada. Que fuera burdo y distante. Honrarás a tu esposo. Y le servirás. Y lo respetarás.
Y ¿Pablo? Por qué nadie le dijo que era posible Pablo. Ella también debía respetar a Pablo. Porque hay que respetar al jefe. Eso decían todos. Hasta su madre. Hasta el pastor. Y ella lo respetaba. Respetaba sus besos. Respetaba sus manos. Respetaba sus caricias, el bello que le cubría las piernas y el vientre, el sudor que le humedecía la piel cuando la amaba.
La luna despertó la noche y le hizo descubrir que su piel podía ser dulce, que el azúcar que se fundía en sus labios, todos sus labios, era bebible. La noche lo sabía.
Pablo lo sabía. Y se enloquecían juntos, sobre la cama, y las sábanas blancas, blancas de luna, en el motel de lujo.
Juan no. Juan ya no era bueno. Ya no olía a bueno. Ya no sabía a bueno. Odió a Juan. Odió su olor. Odió su sabor. Su roce le hacía daño. Empezó a esquivarlo, a dormir con la niña, a tener frío para no desnudarse.
Y entonces ... Pablo: no, esto no puede seguir, mi esposa ...
¿Y ella? Pero si para ella: Juan ya es no bueno. Juan ya no huele a bueno. Juan ya no sabe a bueno. Odia a Juan. Odia su olor. Odia su sabor.
Aún logra esquivar a Juan, y en noches de luna llena, se encierra en el baño, unta con miel sus pechos, su vientre, sus labios, y después de llorar, después de la catarsis, vuelve a respirar, a olerse hermosa, a sentirse hermosa.
Juan ya no.
Tampoco Pablo.
Ahora, respeta su cuerpo. Ella y la luna, por ahora bastan.
ELLA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario