Me tienes temblando de noche y de día
Me quieres mandar pa' la tumba fría
Tú me hiciste brujería
(El gran combo)
Me quieres mandar pa' la tumba fría
Tú me hiciste brujería
(El gran combo)
Mari y los siete
malditos
Había pactado
con uno y al final fueron seis. Siete, contando el policía que no pagó; cogió
de gratis, privilegiado por alcahuetear y dejar que lo hicieran en el
serenazgo. Edgardo se lo contó a su novia con el orgullo del que relata una
excursión por la selva o una caída en bungee jumping. Ella no le preguntó si
habían rifado los puestos, y si él había sido el primero o el último. Tampoco
si había usado preservativo o si se había gozado en los fluidos de los
anteriores. No le interesó el precio pagado o si la prostituta había estado de
acuerdo. No quería saber nada. La ignorancia voluntaria es el camino más corto
a la tranquilidad. - solo las locas se martirizan con la realidad- , pensaba. Y
ella no estaba loca. Por eso le sonrió
como si le hablara del clima o de un partido de fútbol, obvió el desgano que
acompañaba el beso y comenzó a quitarse la ropa. Aceptó que la penetrara sin
amor y sin precaución. Quería ser buena, ser querida hasta por los más
malditos, como este, o como aquel, o como todos. Fue, como siempre, la amante
perfecta, atenta a las necesidades de su hombre, tierna y apasionada. Se durmió abrazada a Edgardo con la placidez
que le otorgara el orgasmo. Pero esa placidez no traspasó al subconsciente, y
soñó con una verga enorme, que luego se partía en siete vergas pequeñitas pero
filosas, que amenazaban con rayarle el vientre. Soñó con una vagina exhausta y
dilatada que rebalsaba esperma. La cara de una mujer joven señalada por el asco
y la vergüenza.
Se despertó
con náusea. Edgardo dormía tranquilo. Su cuerpo bronceado brillaba a la luz de
la luna. Se acercó a él y se dispuso a acariciar ese vientre perfecto, que
tanto le gustaba. Entonces volvieron las arcadas. Fue al baño. Se hincó frente
al retrete y, en seguida, sus entrañas expulsaron algo que tenía el sabor y el
color del semen. Necesitó mucha pasta dental para eliminar los residuos ligosos
que habían quedado adheridos sobre su lengua y su paladar. Tiró de la manivela
del retrete una y otra vez, pero el fluido blanco, que flotaba sobre el agua, en lugar de
desaparecer, se multiplicaba amenazando con inundarlo todo. Volvió horrorizada
al cuarto. Quería que Edgardo la abrazara asegurándole que todo era un sueño
del que pronto iba a despertar. Pero en cuanto lo tocó, la piel de Edgardo
empezó a rajarse y fueron saliendo de él, uno a uno, seis hombres distintos.
Todos desnudos, excitados y repitiendo
al unísono la palabra puta, cual si fuera una canción de combate. Por cada
palabra pronunciada, sus vergas se hacían cada vez más grandes y amenazadoras.
Finalmente, la piel de Edgardo se cerró, y él abrió los ojos. Se levantó y se
acercó a ella. Le agarró la muñeca y la tiró en la cama, ofreciéndola,
magnánimo, a sus compañeros presentes. Ella se recordó de la mesita de noche y
de las tijeras en el segundo cajón, en el preciso instante en que sentía sobre
su espalda la respiración del primer cuerpo.
Desde su
apartamento, si así se le puede llamar a este cuartucho, armada de una bola de
cristal de segunda mano y varios muñecos de vudú, Mari espera emocionada el
momento en que suceda el “crimen pasional”, como seguramente lo describirán,
mañana, los diarios sensacionalistas del país. Dirán que fue una desconocida,
una amante ocasional que quiso vengarse de un pobre muchacho de buena familia.
Los padres de ella, luego de pagarle mordida a los policías y a la prensa, la
mandarán al extranjero para que a “la nena” le hagan una terapia que le quite
la náusea que le quedó después de este “incidente” y de paso le extraigan
cualquier resto de empatía que pudiera haber persistido en su
subconsciente.
A Mari nadie
le pagará las terapias, nadie le quitará las náuseas que sufre desde el día en
que, sintiéndose infinitamente sucia, salió del serenazgo. La venganza no es
dulce, tiene un asqueroso olor a vómito. La náusea volverá. Atacará de nuevo en
unos días. Lleva apenas dos. Todavía debe vomitar otros cinco. Tal vez entonces
le llegue el alivio. Tal vez. Yo le digo que no se desanime, que siga. Al
principio siempre es duro. Siempre. Pero
luego una se acostumbra y ya no le cuesta tanto matar.
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