Teología Perruna
Los perros, como sus parientes los lobos y los coyotes, son adoradores de la diosa A-U, creadora de todas las especies que existen y existieron en la Tierra. Según la mitología canina, hay por lo menos una deidad encargada de proteger a los seres de cada planeta. Al planeta Tierra, según esta creencia, le ha sido designada la diosa A-U, o sea a la luna, como diosa protectora que la rodea con su presencia (‘U’ significa ‘dios’ en el idioma perruno). Los seres caninos tienen la creencia de que una noche al mes, o sea en las noches de luna llena, la diosa A-U descubre su bello rostro para que todos los seres terrestres le rindan homenaje y le canten alabanzas.
Para el común de los mortales, el rito a la luna llena no es más que una repetición monótona del nombre de la diosa, que podría hacer las veces de mantra. Sin embargo aquel que se toma el tiempo y la paciencia de escuchar con atención estos conciertos nocturnos, podrá observar que existen variaciones en la entonación y el ritmo, las cuales están determinadas por lo que ese día el grupo quiera decir o pedir a la diosa. Estas variaciones son dirigidas por el líder coral, que es, regularmente, el perro más anciano del barrio.
El canto es la única forma que tienen los perros de acercarse a la diosa A-U. Solo unos escogidos han tenido el privilegio de verla de cerca, entre ellos la tan venerada Santa Laika Mártir, pero ninguno de ellos ha podido disfrutar de su presencia. Los perros creen que los seres humanos son los únicos que han sido recibido el privilegio de presentarse ante ella. Eso lo han sabido los profetas desde tiempos inmemorables y es precisamente por ello que los perros sienten tanto respeto por los seres humanos, a los que llaman con cariño WU-A-U, que quiere decir, ‘bendecidos por la diosa A-U’y les han jurado devoción eterna.
Midge
A mí que no me vengan con cuentos. Los vampiros no se alimentan de sangre sino de pizza. Miren por ejemplo a mi compañero Midge, de la residencia universitaria. Si él no es un vampiro, no se yo quién más pueda serlo. Y no me refiero a su porte gótico, es decir, el pelo teñido de negro, rostro pálido y vestuario negro. Conozco a muchos góticos y todos son gente normal, como usted o como yo. Pero Midge no, Midge era otra cosa, principiando por su absoluta intolerancia a la luz. Tenía una vida exclusivamente nocturna. Trabajaba de noche, unas veces cuidando edificios de oficinas y otras de guardia en alguno de los parqueos de la ciudad. En el día dormía o permanecía en su habitación, cuyas cortinas eran impermeables a cualquier gotita de luz que intentara ingresar en ella. Nunca lo vi en la universidad o en alguno de los lugares que frecuentaban los estudiantes durante las horas hábiles. Ya cuando empezaba a oscurecer, hacía su aparición en la cocina de la residencia, iba directo al refrigerador, sacaba una pizza congelada del congelador y la ponía en el horno. Luego se sentaba, encendía unas velas y apagaba la luz. Solo entonces se percataba de la presencia de otros compañeros de piso y empezaba a conversar con ellos. Después de unas dos horas de plática, que dejaba agotados a sus interlocutores, se iba a trabajar.
Una madrugada me desperté con sed y me fui a la cocina a tomar un vaso de agua y me encontré a Midge sentado en una de las sillas, esperando a que apareciera un interlocutor. Esa noche no había ido a trabajar. “Qué bueno que estás despierta”, me dijo emocionado, y yo pensé en contestarle que no, que realmente no estaba despierta, que en realidad estaba dormida pero que andaba sonambuleando un poco, pero no tuve tiempo ni de decir “no”, ya que, casi sin pausa, me empezó a contar el por qué esa noche no había ido a trabajar, seguido del argumento completo de su película preferida, “El baile de los vampiros”, para terminar con la queja de que uno de nuestros compañeros de piso se había comido su última pizza. Llegado ese momento suspiró con tristeza, lo que yo aproveché para escabullirme a mi cuarto, no sin antes ofrecerle mi pizza congelada a manera de ofrenda. Al llegar a mi cuarto me sentí débil. En un ratito me había succionado la tranquilidad nocturna, y, aunque pude reconciliar el sueño, el resto de la noche no hice más que soñar con él, viendo en mis sueños cómo se avalanzaba hacia el congelador para atrapar a su presa, de salami con doble queso.
Después de que me salí de la residencia lo perdí de vista. Sin embargo, ayer que me lo encontré en la parada del bus, lo reconocí de inmediato. Yo volvía del trabajo después de una jornada agotadora, por lo que me mantuve a una distancia prudencial para no entrar en su campo visual, no fuera ser que quisiera chuparme la última gota de energía que me quedaba, contándome todo lo que había pasado en los diez años que no nos habíamos visto. Estaba igual de pálido y delgado que entonces, el mismo pelo largo pintado de negro y agarrado en una colita. No había envejecido ni un solo segundo, era una copia exacta del Midge de la residencia. Caminaba inquieto de un lado a otro sin mirar a su alrededor. De repente apareció una chica, pelirroja, tan pálida y delgada como él. Se besaron un largo rato y luego se dirigieron, tomados de las manos, al restaurante italiano que estaba cerca. En eso llegó mi bus y me subí.
Miré hacia atrás y alcancé a ver que, antes de entrar al restaurante, intercambiaban una mirada llena de complicidad y sus sonrisas maquiavélicas develaban dos pares de colmillos, tan blancos como la mozzarella.
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