Mi papás, mis hermanas y yo venimos de Marte. Estamos atrapados aquí, porque la nave espacial en la que veníamos se descompuso. Mi papá dice que no podemos respirar el aire de afuera, porque somos chiquitos. Los grandes sí, porque a los grandes le crece una cosa en la nariz con la que pueden respirar en cualquier parte. ¿También donde hay gases lacrimógenos o Napalm? Nosotros, los niños, todavía no la tenemos. Eso le sale a uno cuando tiene como dieciséis. O cuando hay hijos y tienes que salir sí o sí. Pero nosotras todavía estamos chiquitas. Por eso nos quedamos todo el día jugando en la nave espacial que nos trajo a la Tierra. No sabemos en qué planeta estamos, pero debe ser un planeta muy malo, porque, así como lejos, se oyen ruidos bien raros. ¿Son balazos? No lo sabemos con exactitud, solo sabemos que así se oía la aldea, el día que tuvimos que escaparnos al monte. Mi papá dice que nuestra nave espacial es segura y que aquí no puede entrar ninguno. Eso es bueno porque, si no, sentiríamos mucho miedo cada vez que ellos nos dejan aquí solitas. Él nos prometió que vamos a volver a Marte, que vamos a poder salir, y que vamos a poder jugar afuera, cuando regresemos a casa. Casa... ¿Qué habrá sido de nuestra casa? ¿A dónde habrán ido los amigos? ¿Qué fue de mi abuelito que ya no pudo salir? Ya son las seis de la tarde y mis papás no regresan. Después de mucho tiempo, mi mamá regresa, pero solita. Viene llorando. ¿Qué pasó mamita? ¿Qué pasó con mi papá? Maldita guerra, maldito miedo, malditas fantasías que no pueden durar. Mi padre no volvió. Se lo llevaron. En las noches claras, en las que el planeta rojo se visibiliza, pienso en mi padre y en ese pequeño Marte que desapareció con su partida. Mi niña interior aún espera, contra toda lógica, que una nave espacial nos lo devuelva, mientras yo sostengo en mis manos un reporte forense que aún me niego a creer .
Nota: Inspirado en una anéctoda contada en una entrevista a Mercedes Hernández.
No hay comentarios:
Publicar un comentario