Tal vez un altar hubiera dado sentido a todo esto. Un altar para el dios de la esperanza, el dios de la justicia. Tal vez así, este "sacrificio tuyo y nuestro", nos hubiera traído la salvación. Pero no hubo altar. Solo una plaza en la que, a través de la aniquilación de tu cuerpo y de tu sangre, nos condenamos colectivamente, en una fiesta orgiástica de violencia, a la perdición de nuestra humanidad.
La plaza está ahora vacía. Tu cuerpo está ahora vacío. Tu nombre y tu familia ya no te nombran.
¿Y nosotros? Los primeros días anduvimos por la calle buscando la absolución en la mirada cómplice del vecino, la garantía de moral intacta que da la colectividad. Después volvimos a nuestra cotidianidad, a nuestras miserias, a esta vida nuestra que es tan parecida, tan a la imagen y semejanza de la que te quitamos.
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