Desde el primer momento en que se vieron, él empezó a jugar un papel central en todas las historias que ella inventaba, en los estúpidos textos románticos que escribía, en sus sueños con complejo de realidad, en sus tristezas, siempre pasajeras y siempre permanentes. Un día se dio la tarea de buscarse en el rincón de los tesoros, ese espacio donde él guardaba todo su legajo literario, lo que él había escrito, pensado, soñado, deseado, en los últimos años. Quería ver si había logrado dejar huella en su piel, una huella tan profunda que traspasara la realidad y fuera visible en su ficción. Halló una única migaja en la que, en un ataque de masoquismo, creyó encontrar una parte de sí misma. Era una sola línea escrita en un papel arrugado, y que, para colmo, si es que la mencionaba, lo hacía en colectivo: "lamí las tetas, de todas aquellas que me amaron, mientras saboreaba la sujeción total de su corazón".
Tuvo que reconocer que el tipo tenía talento. Era capaz de comprimir en tan pocas palabras un desprecio del tamaño de su ego. Pero si se trataba de sintetizar, él la había subestimado. Tomó su nombre, su orgullo de macho y su incapacidad de amar, y los empacó en una simple, pero efectiva palabra: "Maldito". La dejó escondida entre los demás papeles y se marchó.
A partir de ese día, él no volvió a escribir una sola letra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario