En un centro comercial, un anciano intenta bajar al parqueo por unas escaleras eléctricas cuyo movimiento es exclusivamente ascendente. A su lado, una señora de pelo blanco y rostro dulce, ve con benevolencia los intentos fallidos de su amado. Si vemos esta escena desde el punto de vista de un observador desapasionado, diríamos que lo más probable sea que, debido a los gajes de la edad, la razón de ambos ha sido desviada de su rumbo normal llevándolos a caminos en los que las definiciones de lo “posible” divergen ligeramente de las nuestras. Pero hoy estoy romántica y me da por imaginar que este extraño comportamiento no se basa en una senilidad progresiva, sino en los recuerdos vívidos de las hazañas de un galán que, en su juventud, fue capaz de bajar las lunas más altas y domar los dragones más terribles para conseguir y preservar el amor de su dama. ¿Dudaría Lois Lane del poder de la voluntad de su Superman para cambiar el rumbo de una simple escalera eléctrica, solo porque su héroe esté ya entrado en años, sabiendo que él, en sus mejores épocas, fue capaz de librar batallas mucho más arriesagadas?
Emocionada por la historia que acabo de imaginar, decido servirle de escudera al caballero veterano que, en los últimos minutos, se ha ganado mi más sincera admiración. Sin que se den cuenta y arriesgando una sanción policial, presiono el botón de emergencia que deja inmóvil el armatoste eléctrico. El anciano vuelve a posicionarse sobre la rampa y descubre orgulloso que ha podido superar una prueba más de voluntad. Voltea a ver a su amada, le ofrece una mano que ella toma notablemente emocionada, e inician el descenso con la frente en alto y una sonrisa en los labios.
Suspiro satisfecha y sigo mi camino. Me esperan mis propios dragones cotidianos, pero algo me dice que hoy seré más fuerte para enfrentarlos.
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