jueves, 14 de octubre de 2010

La Ascensión de María

La Ascensión de María

El tatuaje de barquito era lo único que le gustaba de ese cuerpo sudoroso que se presionaba regularmente sobre ella. Cada vez que la violaba, porque era eso lo que le hacía, violarla, aunque hacía días que había dejado de resistirse y aunque él pensara que la había convencido y no vencido y aunque él le dijera durante el acto que ella era una puta porque lo volvía loco y que era su coqueteo el que lo obligaba a todo esto, tua culpa, tua culpa, tua maxima culpa; cada vez que la violaba, ella se concentraba en el barquito que él tenía tatuado en el hombro, porque viéndolo fijo, muy fijo, podía dejar su cuerpo vacío, entrar en una especie de trance en el cual podía soñar su vientre intacto, podía soñarse, dulcis virgo María, siempre virgen.

Él decía que el barquito era un recuerdo del mar, de cuando había sido “marine” en alguna guerra que ella no conocía, una guerra que tal vez había mencionado la maestra en la clase de historia, pero a los catorce no se piensa en historias, ni guerras, ni pasados, sino en el futuro que parece que no llega, adveniat regnum tuum; aunque ni imaginar un futuro como este, invadida a diario por un tipo con un barquito tatuado que a María no le recuerda al mar, sino a una leyenda que leyó en la clase de literatura y que le impresionó mucho porque trataba de brujas y magos y todo ese mundo que le prohibía su familia extremadamente católica, de esas de misas en latín y puesto fijo para cargar en las procesiones, ora pro nobis peccatoribus, una familia que había confiado en este misionero que dijo que la llevaría a un retiro católico en los Estados Unidos para sacarle todas esas ideas herejes que tenía y que sí, la retiró, pero a este sótano, donde pensar en el futuro era solo esperar que pasaran los días, y ver si él la dejaba ir o por fin se cansaba e, in ora mortis, la mataba.

Sin embargo la liberación tan esperada tardaba demasiado, y la leyenda de la bruja y el barquito se hacía cada vez más real, más presente, tanto así que llegó el día en que María, desesperada, decidió invocarme. ¿Pero cómo lo haría, si no conocía más conjuros que los rezos aprendidos en la iglesia? Pensó que no perdía nada con intentar, así que probó varias fórmulas, mezclando aves, salves y ánimas como si fueran pócimas mágicas, hasta encontrar la receta certera:
anima Tatuana,advocata nostra, salva me,
ab hoste maligno defende me,
anima Tatuana, salva me.

Me llamó y vine, y me enteré y lloré con ella y ahora le ayudo a dibujar un barquito en la pared lo suficientemente grande como para que quepa su alma, para que volando se una a mí en esta eternidad apacible, en la que yo ya no soy solo Tatuana la bruja, sino también Tatuana el ángel y Tatuana la santa y en la que ella también podrá elegir lo que quiera ser, si virgen, si santa, si bruja, si niña, o todo al unísono. Se oyen las llaves que abren la puerta. El del tatuaje está entrando. Mi pobrecita tiembla. La abrazo y le digo que el tiempo del miedo se está esfumando. Nos subimos al barquito y volamos lejos de este infierno. Los gritos de rabia del hombre que acaba de encontrar el cuerpo de la niña, vacío de alma y sufrimiento, apenas nos alcanzan. Sus amenazas ya no tienen efecto.
Consummatum est.

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