martes, 8 de febrero de 2011

Eternidad, pa’ qué te quiero

Llego a casa, satisfecha de haber tomado una de las decisiones más importantes de mi vida. Observo el sofá que está en la sala. Pienso que en un futuro, ya no tan lejano, dejará de existir, y desde ya empiezo a extrañarlo. A partir de ahora, los años se volverán mínimos. ¿Qué vendrá después? La eternidad, sí, la eternidad. Pero una eternidad finita, porque este cuerpo, como cualquier materia, debe tener un límite. Otra cosa sería físicamente imposible. Si no hubiera estado convencida de ello, me hubiera negado rotundamente a la transformación. No me gustan las cosas definitivas.

Como estoy tan absorta en reflexionar sobre mi nuevo estatus personal, tardo un poco en escuchar el timbre que suena de manera insistente. Es mi madre. ¿Cómo explicarle? Por suerte, ella siempre ha sentido una gran simpatía por los monólogos.

- M'ija, te estuve esperando para ir donde Doña Amalia, pero como no llegaste, me fui yo sola. Les dije que no podías ir porque estabas estudiando para el doctorado. Ya sé que ya lo terminaste, pero no se me ocurrió otra excusa que decirles. ¿Te acuerdas de Claudia, la hija de Doña Amalia? ¿La que andaba siempre de trenzas, mal vestida, y sin maquillaje? Pues vieras cómo está de bonita, bien arregladita. Se casó con el jefe de no sé qué banco. Me dijeron qué banco era pero se me olvidó. Bueno, no importa, la cosa es que tiene dos niños y el esposo la tiene rebien. Preguntó por ti, lo mismo que Larita, la hija de ....

Desconecto. Observo su boca. Me pregunto si mi transformación incluye algún poder con el que sea capaz de hacer desaparecer sus palabras antes de que lleguen a mí. De algún modo funciona o será simplemente que he dejado de escucharla. No es necesario. Intuyo los típicos mensajes subliminales provenientes del imaginario materno-conservador que tienen la intención de devolver al razonamiento tradicional, a una hija transgresora que osó cruzar, soltera, el límite de la edad de merecer.

- Mamá - la interrumpo con la seguridad que me da el pensar que hoy, por fin, tengo un as bajo la manga. La juventud eterna, por ejemplo. - Mamita, ¿no me notas algo cambiada?

- Ay sí, m'ija, si ya vi que estás más pálida, el pelo más negro, y esos colmiiillos ... - hace una mueca de rechazo - lo noté desde que entré. Eso está bien para las películas, m'ija. ¿Pero tú crees que un hombre normal te va a querer con esas fachas?

- Mamá, me parece que no has entendido...

- Claro que entiendo, m'ija, si no estoy loca. No me mires con esa cara de reclamo, que hay que ver que hasta ahora te he tenido toda la paciencia del mundo. Te he visto peluda, remendada, volando en escobas, con alas... solo faltaba que te volvieras vampira. Y cabal. También eso lo tenías que probar.

- Mamá, hay algo más en esta decisión...

- No, si yo no digo nada. Ya sé que al fin y al cabo es tu vida, que tienes que encontrar tu camino, y todo lo que quieras. Pero al paso que vas me vas a tener que hacer también inmortal a mí, porque se me hace que no me va a alcanzar la vida para verte casada y con hijos, que es lo que hasta una mujer “liberada”, como lo que dices que eres, debería hacer.

Su olor humano y la rabia que me sulfura, ambos, al unísono, me exigen una mordida pronta, mortal o eternizadora. Pero de solo pensar que escucharé sus reclamos, ya sea de su propia boca o de su sangre corriendo luego, acusadora, por mis venas, por los siglos de los siglos, me arruina por completo el apetito. Yo tenía el as, pero mi mamá siempre tendrá el joker. Siempre.

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