domingo, 12 de septiembre de 2010

Con todos los sentidos

existimos porque nos nombramos y somos nombrados
Alberto Manguel

Xwan

Antes de Xwan yo no existía. Antes de él yo era etérea, un alma sin cuerpo. Fueron los viajes lingüísticos, que realizó sobre mi cuerpo, los que me volvieron tangible. Alternaba palabras en español con sus equivalentes en Kaqchikel y éstas iban cayendo, una a una, sobre las distintas partes de mi cuerpo que, al oírse nombrar, recibían la carga eléctrica necesaria para sentirse vivas. Cabello - wi’aj, ojos - wachaj, boca - chi’aj, pechos - tz’umaj. Cada palabra iba acompañada de un beso. Pero no era hasta que me nombraba Nuch’umil, Mi Estrella, que me sentía completa. Teníamos diecisiete años y apenas jugábamos a estrenar el amor.
Llegaba a mi casa al medio día, entre mi salida del colegio y su entrada al instituto. En ese entonces mi mamá trabajaba en un restaurante y no volvía sino hasta las cuatro de la tarde. Xwan acompañaba en las mañanas a su padre componiendo aparatos eléctricos. En las vacaciones y en días de feriado, trabajaba la jornada completa. – Para que aprenda el oficio – le contaba su padre orgulloso a todo el que quisiera escucharlo, aunque sabía muy bien que la energía que motivaba a Xwan era verbal y no electromagnética, como él hubiera querido. Su hijo estaba decidido a ser escritor.

Nos conocimos un quince de septiembre. Había llegado a mi casa con su padre para componer la televisión que estaba arruinada y que mi mamá quería funcionado ese día para poder ver, como todos los años, el desfile patrio. Mientras los mayores se entretenían discutiendo el precio de la compostura, inicié una conversación con el chico preguntándole su nombre. - Xwan - me respondió - como Juan pero con “x” y “w” -. La chispa de su sonrisa se convirtió en el corto circuito que quemó todas mis resistencias.

Eran días de guerra. Acabábamos de cumplir tres meses de relación cuando, de repente, dejó de llegar a mi casa. Después de tres semanas de desesperación, de preguntas sin respuestas, mi mamá y yo nos encontramos por casualidad a su padre, un sábado, en una tienda de la colonia. Me contó que a Xwan lo habían enrolado en el servicio militar un día que fue a visitar a su hermana en una aldea cercana. – Se escapó por no querer matar y ahora nadie sabe donde está – me dijo su padre con lágrimas en los ojos. Lo abracé. Mi mamá también lloró. Entonces supe que ambos estaban enterados de lo que sucedía entre nosotros.

Intenté olvidarlo, dándole a mi cuerpo otros cuerpos, buscando, en otras bocas, palabras que pudieran remplazar las suyas. Hoy en la mañana, como en los veinticinco quince-de-septiembres que pasaron desde mi primer encuentro con Xwan, me distraía viendo un programa matutino en uno de los canales nacionales. Cuando lo puse, entrevistaban a un escritor Kakchiquel, que, según decían, había vuelto hace poco del exilio. De repente la palabra “Nuch’umil“, se desprendió de su discurso y llegó hasta mí, nombrándome, y encendiendo el interruptor de mi cuerpo que, comprendí entonces, había estado todo este tiempo en modo de espera.




Avaricia



Todos las noches la misma rutina. Después de bañarse, se quita la bata, se acuesta en la cama y yo comienzo la limpia. Poco a poco, con mucha paciencia, con mis manos, con mi boca y con mi lengua, voy quitándole capa a capa todos los cuerpos que tenga sobre el cuerpo, todas las pieles que queden sobre su piel; los olores, los sabores y las caricias que otros y otras hayan dejado, hoy, ayer y antes de ayer. Queda limpita, nuevita, sin una sola huella. Sus pechos renacen al tacto y sus manos me reciben ansiosas. Es como estrenarla cada día. Gozo tanto al verla, por fin desnuda, sentir el olor de su piel y de su sexo mezclado únicamente con el aroma del jabón. Solo entonces, soy capaz de hacer el amor con ella.


Luego, en la mañana, después del desayuno, empieza todo de nuevo. Se quita la pijama, y bajo la ropa, en lugar de lencería, viste otra vez todas y cada una de sus historias, completitas, sin dejar alguna tirada o escondida por allí.


- Vos no querés a nadie - le digo con rabia cada vez que la veo resplandeciente de amor y deseo ajenos.

- Pues te equivocas, chica - sonríe, guiñando un ojo –, yo os quiero a todos.






“Date prisa y abre tus regalos, y déjame jugar con ellos”
Fobia

Terciopelo y Encaje


Abrí el paquete que me había llegado por correo. Era una caja rosa con un lazo azul. Adentro, envuelto en un papel de china muy fino, se encontraba una preciosa tanga negra, de hilo dental, con un corazón de terciopelo al frente. Acaricié la tersura de la tela, pensando en Caroline. La había conocido la noche anterior, en uno de mis bares favoritos. Después de varias margaritas nos habíamos tomado tanta confianza que empezamos a hablar de nuestras vidas amorosas y terminamos hablando de nuestras preferencias en temas de ropa interior. Mencioné mi gusto por el encaje rojo y ella su adoración por el negro, y mejor aún, si lo adornaba un detalle especial de seda o terciopelo.

El paquete venía con una nota escrita a mano. “Te espero el jueves a las 20hrs. Quiero sorprenderte ofreciéndote las cosas que siempre has soñado. No olvides traer tu regalo”. El lugar donde se esperaba la firma, lo ocupaba solamente una dirección. Nunca antes había asistido a una cita tan misteriosa, pero la sonrisa y los hermosos ojos negros de Caroline valían el intento. Era apenas lunes. Los días y las horas hasta el jueves se me hicieron largos. Llegó el miércoles y, por fin, aunque ya casi había perdido la esperanza de que sucediera, también llegó el jueves. A las siete de la tarde, aún me volvía loca tratando de encontrar el atuendo perfecto para la cita. Recordando las palabras de Caroline, me decidí por un vestido de seda azul, que tallaba muy sutilmente mi cuerpo, unos zapatos negros de tacón de aguja y una gargantilla de terciopelo negro con una cruz gótica en el medio. Pensé llevar la tanga en la mano, a manera de amuleto, pero deseaba tanto sentirla sobre mi piel, que terminé llevándomela puesta.

Muy nerviosa me encaminé a la dirección que decía la tarjeta. El corazón de terciopelo acariciaba al caminar mis sentidos más íntimos. Eso y las expectativas que me había ido forjando en los últimos tres días sobre lo que haría con Caroline, provocó que al llegar al lugar citado, sintiera una profunda decepción. No se trataba de un café, un bar o siquiera un hotel, como yo había creído, sino de una novísima tienda de lencería. Muy molesta por el engaño pensé en volverme a casa y ahogar, en una botella de vino, la rabia de haber sido timada de esa manera tan insidiosa. Pero, al dar el primer paso de vuelta, sentí que había una buena razón (muy suave) para quedarme. La tanga era realmente muy bonita, y además, se sentía taaaan bien. Mmmm. Deseé conseguir otras piezas que fueran igual de autosensuales. ¿Tendrían de encaje, seda, plumas?

Dos chicos fornidos, bastante guapos, vigilaban la entrada. Uno de ellos me pidió la invitación. Después de cavilar unos segundos, entendí a qué se refería. Con mucha vergüenza y muy sonrojada, pero, lo confieso, también con una cierta picardía, me levanté la parte derecha del vestido, casi hasta la cadera, dejando ver una parte de la tanga que había recibido de regalo. El chico guapo ni se inmutó y solo me hizo una señal para que pasara. Me imagino que no fui la única que tuvo que pasar por ese percance para poder entrar.

La excitación que sentí al ingresar a la tienda y ver toda esa variedad de colores, texturas y hasta sabores, fue casi orgásmica. Quería verlo todo, probarlo todo, sentirlo todo. Exactamente igual que las otras mil chicas invitadas que habían llegado. Mientras intentaba ver, a través de la multitud, las piezas que ofertaban por inauguración, sentí una mano que recorría mi espalda en peligroso descenso. Antes de consumar la bofetada obligatoria, reconocí a  Caroline. Observó divertida mi mano y me  dio la bienvenida. Entre todo el bullicio entendí que era la dueña de la tienda y que sugería que podríamos “platicar” más tranquilas en su oficina. Ni bien entramos en el elevador me dio una cajita, igual a la que había recibido días antes. La abrí y saqué una braga de encaje rojo. Me susurró al oído – la diseñé yo misma para la ocasión, ¿te gustaría vérmela puesta? -. Yo asentí sin poder hablar. Aunque, de todas formas, era hablar en lo que menos pensábamos ambas esa noche.

Fantasía Urbana



Ya se divisa la camioneta en la esquina, cuando te veo salir de la oficina. Corres y logras alcanzarme en la parada. Subimos y nos abrimos paso, como podemos, para no ir tan cerca de la puerta.

- Váyanse para atrás, que atrás hay lugar.

Como casi me caigo después de un frenazo, te doy la espalda y me agarro del respaldo de un asiento. La camioneta va atestada de gente que, como nosotros, vuelve del trabajo a la hora pico. Con la excusa de protegerme te pegas a mi espalda, agarrando con una mano el tubo y con la otra mi brazo. Atrás hay lugar, atrás de mí siempre habrá lugar para tu pecho, eso lo sabes. Vamos en silencio, nuestra mente se concentra en nuestros tactos que se buscan en medio del hacinamiento de decenas de cuerpos extraños.

- Permiso, mano, que en la próxima parada bajo.

Un movimiento mío te señala que te doy permiso para que bajes todo lo que quieras y bajas, bajas un poquito para acomodarte más a mi cuerpo. Tu mano es fuego cuando se va deslizando hacia mi cintura. Me abrazas y te siento más cerca, mi cabeza en tu hombro, tu pecho en mi espalda y algo protuberante e insistente sobre mis nalgas. Te percibo creciendo hacia mí, cada vez más grande y firme, queriendo sobrepasar las fronteras de tu pantalón y de mi falda.

- Córranse que donde caben dos caben tres.

Estoy que casi me corro, tus manos me fijan a ti y me acarician, y yo quisiera que me penetraras aquí mismo, en medio de todo y de todos. En este punto mi cerebro desconecta y ya no me importa nada. Si me dejara ir, estoy segura que me cabrían dos y hasta tres orgarsmos en un mismo instante. Por suerte tenemos tan bien amaestrada nuestra razón, que el pudor y el control vuelven puntuales una cuadra exacta antes de llegar a la parada. Tocamos el timbre e iniciamos el descenso.
.
- Apúrese a bajar, Seño.

Vamos bajando poco a poco nuestra exitación, al tiempo que bajamos de la camioneta. Nos despedimos, sin palabras, con un beso en la mejilla. A ambos nos espera en casa las obligaciones y el desamor, pero mañana, mañana después del trabajo, seremos de nuevo tú y yo, como todos los días, a la misma hora y en la misma ruta.

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